Tu vuelo salió en algún punto
de la madrugada con el fin de que llegaras a tu destino aún con luz solar.
Desde una posición ridícula, elegí un avión al azar para que fuera el tuyo.
Agité la mano en dirección a las ventanillas: Adiós, hasta luego. Que te vaya
bien, adiós.
Y a decir verdad, esa noche no
me emborraché como vaticinaste y como lo tenía previsto, no. Me senté en el
auto a escuchar pausadamente a Schubert.
¿Qué será de esta ciudad sin tus ruidos, Sara? Un piano nostálgico me reveló
que daba igual: el flujo de los autos no cambiaría, el clima podría mejorar o
empeorar, el andar de la gente perduraría hasta acabar con todo, en resumen, al
mundo le era indiferente que estuvieses aquí o no.
Me sentí como un adolescente
sufriendo la cruda en una cafetería cualquiera para ganar tiempo antes de llegar
a su casa, postergar el regaño e inventar una excusa, pero en casa ni tus
maletas aguardaban. Ya estarías en tierra, cómo habrías llegado, se estrellaría
el avión; qué cosas más tontas esperaba, incluso una de tus llamadas.
No he de negarte que ver tu
boleto de regreso me dejó con un nudo en la garganta, que sembró un temor insondable, que estuve a punto de
seguirte con el pretexto de un viaje, que pensé en telefonear a tu madre. Total,
desde que anunciabas maliciosamente la cuenta regresiva, era imposible que al
despertar no experimentara esa sensación de amanecer incompleto hasta que por
fin comprendí que lo único, y quizá lo más difícil, que podía perder era el miedo.
Tampoco quiero tu compasión
porque sin duda –ahora es algo que me causa risa- en un acto de conmiseración
fui testarudamente a recorrer cada uno de esos lugares por los que dejaste
contadas y precisas la mayor parte de tus despedidas.