Voy a encerrarme de veras.
Nuevamente, Leticia, elucubraré cada movimiento seguido de un beso: desconfío de mi sombra. Ando como un perro persiguiéndose la cola: de esa manera ridícula y maravillosa que han ideado los perros para desconocerse, para borrarse la baba del hocico y ser un perro extranjero en el reflejo de sus ojos al toparse con un charco.
La verdadera tragedia, Leticia, es no poder ser tú para poder adivinarme, para crearme un nuevo cuento.
Un poco de sinceridad siempre desconcierta.
Pasé el día imaginando que una vez seguro de que no vales ni una mierda, iba a liberarme del telenovelesco desenlace. ¿Qué nueva ansiedad aparecerá después de esta madrugada?, ¿seré algún día un caballero inglés?
Llego a mi cama cansado de mí, con ganas de quitarme el cuerpo o de extraerme un órgano para que qn dolor verdadero, producto de una herida verdadera, venga a inquietarme este sueño agotado de verte a mi lado, jodiéndome, hurgando donde no debes, presionando cada vez más fuerte el absceso que cubro con gasas.
Ojalá me despertara con la certeza de ya no necesitar más anestésicos, de tener el cinismo para enfrentar mis propias lágrimas, de masticar y escupir al retrete mejores argumentos para encontrar una puerta en la que puedas estrellarte después de haber recibido el impacto de una patada en el culo.
Pero esta necedad, quizá esta urgencia de tenerte en mis brazos -aunque yo no sea suficientemente sincerk como para acercarte a mi humedad- estas ganas de olerte cada poro, me encabronan. Por qué no es tu cuerpo, o tu voz, o tu amargura las que me permiten reconstruirme; soy yo mismo, persiguiéndome la cola, tragándome los mocos para no sentir que desfallezco, para tratar de entregarme un instante que haga valer la pena a todo este montaje.
Y qué oprobioso es vivir de tu porquería, aunque en este caso, sin afán de protagonismo, lleve mi mismo nombre y apellido…